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Foto del escritorElena Maldonado

La persona más importante de tu vida es...

Cuando era muy niña lo primero que deseé, mi primera vocación, fue ser monja. ¿Por qué?, ¿era muy religiosa?, ¿quería dedicar mi vida a Dios? Para nada. Quería ser monja porque creía que las monjas se dedicaban a ayudar a los demás. Curiosamente (o quizá no tanto) es lo que llevo toda una vida haciendo. Mientras viví con mis padres (e incluso después) me dediqué a ayudarlos principalmente a que no sufrieran por mi culpa. Lo que yo deseaba siempre se quedaba en un segundo, décimo o milésimo lugar.


Cuando era muy niña lo primero que deseé, mi primera vocación, fue ser monja

Lo importante era no escuchar sus palabras de reproche, que estuvieran contentos no con quien era su hija (eso era imposible, quien yo era de verdad nunca fue algo que compartiese con ellos), sino con quien fingía o aparentaba o quería que ellos creyesen que era. Esa forma de vivir mi vida durante 35 larguísimos años me produjo una inmensa infelicidad, una frustración absoluta, una constante y terrible autodestrucción de mis deseos, sueños y, al fin, de mi realidad. Eso, por supuesto (y como no podía ser de otra manera) me llevó a tomar, no muchas, pero sí algunas decisiones totalmente equivocadas pero que tuvieron la parte positiva de que fueron “mis” decisiones, no las de mis padres. Sufrí, sin duda, pero jamás me he arrepentido: el sufrimiento no sé si es necesario para crecer pero, desde luego, es uno de los mejores maestros vitales.



Ayudar… También he ayudado siempre a mis amigos, a las personas que he amado (mis hijos, mi pareja)… Los he ayudado poniendo, cómo no, sus necesidades siempre, casi sin excepción, por encima de las mías. Creía que eso era amar: pensar en el otro antes que en ti, aunque eso te haga daño, aunque lo que el otro quiere vaya en contra de lo que tú quieres o crees querer.

Ayudo en mi trabajo, en el que llevo más de veinte años. A veces también poniendo las necesidades de los otros por encima de las mías, sin horarios, sin días libres. Uno de mis lemas es: “yo siempre estoy de guardia”.



Tengo 51 años y no sé si es el momento de dejar de seguir aquella primera vocación o cambiar de rumbo. ¿Es positivo dedicar toda tu vida a los demás? Para los demás seguramente sí… o quizá no. Quizá los demás deban aprender a ser independientes, a buscar su propio camino sin mí, a que yo no esté siempre al otro lado de la línea, a que no esté siempre dispuesta a dejarlo todo para acudir corriendo sin importar el día, la hora o si me apetece o no.

¿Es positivo dedicar toda tu vida a los demás?

¿Qué quiero yo? Esa es la gran pregunta. No tengo respuestas. Seguramente tampoco sé lo que quieren los demás, incluso después de toda una vida de dedicación a ellos. Porque por primera vez me planteo: ¿si los demás, esas personas que me importan, se ponen a sí mismos en primer lugar, por qué no hago yo lo mismo?, ¿por qué no empiezo a ser el centro de mi vida? ¿por qué no dejo de ocuparme y preocuparme de este, ese o aquella y empiezo a conjugar el yo, mí, me, conmigo?


Dicen que nunca es demasiado tarde, pero eso es mentira. Siempre es demasiado tarde para lo que deseas hacer y no haces. Siempre es demasiado tarde para lo que deseas decir y no dices. Siempre es demasiado tarde para lo que deseas escribir y no escribes. Siempre es demasiado tarde para ese día especial que deseas que llegue y no llega… porque ese día es hoy.

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